viernes, 26 de septiembre de 2008
26/9
Tsuke continúa en el negocio que heredó de sus padres, Harumi y Sasako, una vez que el primero murió hace ya más de diez años y su madre lo autorizara a seguir planchando camisas y sacos, polleras y corbatas, cortinas e impermeables. El barrio, si, había cambiado pero la tintorería continuaba allí donde había estado desde siempre, un enclave que a esas alturas ya era parte de la geografía cotidiana de los vecinos, la tintorería Osaka, o la tintorería del Chino, como la conocía la mayoría de los que ahora eran sus clientes, sus amigos de la cuadra que como él jamás se habían atrevido a irse del barrio.
Esa mañana, Tsuke repasaba alguna de las instrucciones que su padre le había inculcado desde que comenzó a trabajar en la tintorería: contar los botones y notificar al cliente si falta alguno, así como cualquier anomalía o descosido, mancha o decoloración de la tela, doblar los pantalones respetando la raya del medio como si en ello le fuera la vida, revisar los bolsillos para sacar todo aquello que pudiera malograr el lavado de la prenda, además de reservar aquellas cosas que se encontrasen para entregarlas al cliente junto con el trabajo realizado. En eso estaba Tsuke cuando encontró un papel en el bolsillo del saco de un traje que se aprestaba a lavar. Era un papel amarillo, burdamente arrancado de un anotador, y que estaba escrito con una tinta clarona, casi invisible. Y aunque se resistía a leer el contenido de aquello que encontraba en los bolsillos - otra de las instrucciones heredadas de Harumi - la primer palabra le llamó la atención y no pudo evitar leer las líneas que se repartían sobre un par de renglones:
...morir es el resultado de un proceso, un proceso que puede ser natural o un artificio. No piense que a todos nos esperan muertes naturales sino que es también probable iniciar un camino que lleve a la muerte de manera inexorable...
Tsuke, casi de manera instintiva, buscó en el orillo del bolsillo interior del saco que estaba revisando la copia de la orden de servicio que colocaban a cada prenda que ingresaba a la tintorería. Allí, luego retirarle el alfiler que la sostenía al paño, pudo leer sin mucha dificultad el nombre del cliente: Raffo.
miércoles, 24 de septiembre de 2008
08:08
Está por explotar la glándula donde guardo la bilis de mi odio seminal. Pero toda mi indigestión no es más que un pedo atravesado. Eso me lo sé bien. Por eso espero la hora señala, el momento justo, en el que alguien me venga a dar la parte que me toca de todo el asunto. Mañana empiezo a ingresar las minucias con el detalle de los que saben sufrir adecuadamente.
viernes, 19 de septiembre de 2008
010
Tener fósforos no es lo mismo que no tenerlos cuando uno tiene un cigarrillo en los labios y unas ganas enfermas de pitar. No tener fósforos, no tener encendedor, no tener ganas de pedir prestado aún a costa de morir de necesidad de meterse nicotina en el torrente sanguíneo. O cualquier otra cosa. No tener ganas es casi tan malo como no tener fósforos. No tener ganas de hacer lo que uno debe, o tiene que hacer pero no por capricho o por principios sino por vagancia, por dejadez. No tengo fósforos y no tengo ganas de comprarlos y no tengo ganas de nada o tengo ganas de pocas cosas. Me imagino fumando el cigarrillo y dando pitadas largas lanzando humareda viscosa que se esfuma en la nada y se vuelve humo anónimo, humo invisible, humo incorpóreo. No llamé por teléfono porque estaba adentro y no tenía señal y ahora que estoy afuera, que salí para tener señal y llamar y fumar un cigarrillo no tengo ganas de llamar. Me preocupa no tener ganas, no tener ganas de hacer el esfuerzo aunque sea de tenerlas. Nada es perfecto, me consuelo.
Cuando llamó ayer por la tarde me dio los últimos datos que necesitaba aunque eran pocos. Algunos antecedentes intrascendentes, señas particulares que podrían caberle a, por lo menos, dos o tres millones de personas, no mucho más. O sea, eso y estar en cero era casi igual, casi igual que estar con cigarrillos y no tener fósforos. Quedé en que lo llamaba para pasarle mis honorarios, para cerrar el trato y comenzar pero la llamada se me demoraba en los dedos porque la decisión era no aceptar la propuesta y hacerlo de la manera en que se rechazan las cosas de manera elegante: poniendo una cifra ridículamente alta. Marco el número que había aprendido de memoria y me atiende casi de inmediato. Intercambio de siseos y los números. Muy bien, me dice, empezá ya mismo y cuelga.
Concha de tu madre. La concha de tu madre digo, grito, se da vuelta una mina que pasa por la calle enfundada en un tapado largo y descosido. No tengo ganas de hacer nada y este reverendo concha de su madre me dice que si a una cifra que es para decir que no, y yo tengo que empezar algo que no quiero, algo que no tengo ganas de hacer pero que no puedo rechazar.
Suena el teléfono y leo el mensaje de texto: Pagá o te degüello. Me subo el cuello del saco, meto las manos en los bolsillos y empiezo a caminar. Un tipo me para y me pide fuego.
Concha de tu madre.
jueves, 18 de septiembre de 2008
01
Me adapto a la contingencia, al avatar insípido de mi congestión. Soy porque no tengo otro remedio que ser. Avanzo con pie de plomo, con la cautela que me propone el miedo. Mi piel plástica me impermeabiliza contra el drama torrencial. Transpiro para adentro, me encarno, me arrepollo, me envuelvo en posición fetal. Y espero, como siempre lo hago: atento, dispuesto a probar la cobardía que arrastro como una cola muerta.
Hay algo del afuera que me convoca. Un polo opuesto que me atrae. Preparo meticulosamente las causas de mi muerte. Los palpitos subcutáneos desbordan mis arterias. Mi corazón bombea la sangre que debo. No soy dueño de nada. Me urge ir al muere. Debo acostar mi cabeza en la pira sacramental. Allá afuera me esperan mis captores. Veo sus ojos de caimán brillar en la noche tensa. Nunca tuve tal sosiego, que el que hoy me penetra. Me ofrezco, no me resisto, ya no tengo necesidad. Estoy desarmado y soy débil. Tan sólo tienen que venirme a buscar. Tendrán que derribar el portón con candado, matar a un perro viejo, abrir esa puerta, y darme lo que merezco.