miércoles, 8 de octubre de 2008

Tres de la madrugada

Finalmente me chaira el recuerdo, como una descarga eléctrica, en contrafurca. También me palpita un párpado. Debe ser por la ansiedad que mastico y trago. No me niego ningún placer mundano. Todos mis órganos están hinchados de grasa y nicotina. Cago sangre, alguna que otra vez escupo una muela. Y sin embargo estoy entero, dispuesto a dar pelea. No les va a hacer tan fácil. Van a venir de todos lados. Voy a ofrecerme como blanco como siempre lo hice. Ya no sé lo que hice. No recuerdo nada. No quiero recordar. No me hace falta. No importa lo que recuerdo. Ese no es el punto en cuestión. Yo estoy tranquilo, no tengo nada que reprocharme. Disfruto de este bienestar momentáneo. No tengo conciencia, por eso me distiendo y olvido una a una las iniquidades que me atribuyen. Que me la chupen. Que me vengan a buscar si tan basura les parezco. Miles de oportunidades les di. Pero ni de eso son capaces. Merezco una muerte heroica. No quiero que me retuerza un infarto en este mismo sillón. Hasta cuándo han de esperar.

Y recuerdo, solamente porque recordar es una buena manera de olvidar. Ahora no me queda más que recapitular uno a uno los momentos vividos. No me es difícil recordar, siempre he seguido el patrón de mi egoísmo. Hay tanta sensualidad en mi delirio, y nadie lo nota, si estoy más solo que la mierda. Un hombre es mi socias, mi homónimo del otro lado del odio. Tengo un hermano gemelo que me quiere ver muerto. Es el reflejo que encuentro en cada espejo que me miro. Uno de los dos no existe. Uno de los dos, justifica al otro. Uno de los dos debería morir. Pero los dos seguimos vivos. Un desequilibrio bastante importante. Mi hermanito. Cristian Amador Raffo.

viernes, 26 de septiembre de 2008

26/9

Tsuke es tintorero, segunda generación. Sus padres llegaron de Osaka a principios de los cincuenta y establecieron una tintorería en el barrio de San Cristóbal, en un local que en los altos tenía una vivienda. En esa casa en el medio de calles surcadas por colectivos fileteados y automóviles peronistas transcurrió su infancia y su adolescencia, esa etapa de su vida en la que además de las frenadas de los vehículos y los olores y los vapores del apresto y de las máquinas de planchar y de lavar, fue bautizado en el barrio como El Chino. De nada valieron mapas y pacientes salmodias sobre el Japón, sus amigos nunca le cambiaron el sobrenombre. Lo que Tsuke siempre agradece es no haber llegado a otro lugar o en otro momento, porque de otra forma hubiera tenido que dedicarse a la floricultura - algo que Tsuke aborrece, odia las flores y las plantas casi tanto como ama las fotografías y las pinturas del Monte Fuji - o conformarse con regentear una casa de revelado de fotografías o un supermercado, todas tareas que realizan los chinos pero que él, casi con seguridad, hubiera terminado haciendo por esa maldita costumbre de los occidentales de indiferenciar a un oriental de otro. Más que lo del supermercado le acongoja pensar el destino triste de los dependientes de las casas de revelado, que ven una tras de otra una sucesión interminables de imágenes de personas que le son ajenas en situaciones igualmente lejanas y generalmente placenteras. Viajes, fiestas, cumpleaños, noviazgos, todos extraños, todos ajenos, todos de otros. La tintorería permitía otro tipo de reminiscencias, mucho más mediatas pero mucho más ricas: los olores de los trajes y de los vestidos le permitían a Tsuke soñar con lugares y situaciones con seguridad apócrifas pero ideales al fin; y el hecho de no ser imágenes impregnadas en fotografías sino ensueños, ilusiones, construcciones etéreas que emanaban de presunciones, de indicios, de suposiciones.
Tsuke continúa en el negocio que heredó de sus padres, Harumi y Sasako, una vez que el primero murió hace ya más de diez años y su madre lo autorizara a seguir planchando camisas y sacos, polleras y corbatas, cortinas e impermeables. El barrio, si, había cambiado pero la tintorería continuaba allí donde había estado desde siempre, un enclave que a esas alturas ya era parte de la geografía cotidiana de los vecinos, la tintorería Osaka, o la tintorería del Chino, como la conocía la mayoría de los que ahora eran sus clientes, sus amigos de la cuadra que como él jamás se habían atrevido a irse del barrio.
Esa mañana, Tsuke repasaba alguna de las instrucciones que su padre le había inculcado desde que comenzó a trabajar en la tintorería: contar los botones y notificar al cliente si falta alguno, así como cualquier anomalía o descosido, mancha o decoloración de la tela, doblar los pantalones respetando la raya del medio como si en ello le fuera la vida, revisar los bolsillos para sacar todo aquello que pudiera malograr el lavado de la prenda, además de reservar aquellas cosas que se encontrasen para entregarlas al cliente junto con el trabajo realizado. En eso estaba Tsuke cuando encontró un papel en el bolsillo del saco de un traje que se aprestaba a lavar. Era un papel amarillo, burdamente arrancado de un anotador, y que estaba escrito con una tinta clarona, casi invisible. Y aunque se resistía a leer el contenido de aquello que encontraba en los bolsillos - otra de las instrucciones heredadas de Harumi - la primer palabra le llamó la atención y no pudo evitar leer las líneas que se repartían sobre un par de renglones:
...morir es el resultado de un proceso, un proceso que puede ser natural o un artificio. No piense que a todos nos esperan muertes naturales sino que es también probable iniciar un camino que lleve a la muerte de manera inexorable...
Tsuke, casi de manera instintiva, buscó en el orillo del bolsillo interior del saco que estaba revisando la copia de la orden de servicio que colocaban a cada prenda que ingresaba a la tintorería. Allí, luego retirarle el alfiler que la sostenía al paño, pudo leer sin mucha dificultad el nombre del cliente: Raffo.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

08:08

Me levanto y me vuelvo a caer. Me caigo y me vuelvo a levantar. Qué énfasis innecesario hay en la inercia cotidiana que me pone de cara al día aunque no quiera, aunque ya no quiera nada. Existe en mí una porfía que no me explico. Hay un empero bobo, melancólico, reduccionista, que hace que yo no pueda hacer otra cosa que caerme y levantarme una y otra vez, como si eso sirviera de algo. Estoy juntando los restos putrefactos de aquel que era.
Está por explotar la glándula donde guardo la bilis de mi odio seminal. Pero toda mi indigestión no es más que un pedo atravesado. Eso me lo sé bien. Por eso espero la hora señala, el momento justo, en el que alguien me venga a dar la parte que me toca de todo el asunto. Mañana empiezo a ingresar las minucias con el detalle de los que saben sufrir adecuadamente.

viernes, 19 de septiembre de 2008

010

Tener fósforos no es lo mismo que no tenerlos cuando uno tiene un cigarrillo en los labios y unas ganas enfermas de pitar. No tener fósforos, no tener encendedor, no tener ganas de pedir prestado aún a costa de morir de necesidad de meterse nicotina en el torrente sanguíneo. O cualquier otra cosa. No tener ganas es casi tan malo como no tener fósforos. No tener ganas de hacer lo que uno debe, o tiene que hacer pero no por capricho o por principios sino por vagancia, por dejadez. No tengo fósforos y no tengo ganas de comprarlos y no tengo ganas de nada o tengo ganas de pocas cosas. Me imagino fumando el cigarrillo y dando pitadas largas lanzando humareda viscosa que se esfuma en la nada y se vuelve humo anónimo, humo invisible, humo incorpóreo. No llamé por teléfono porque estaba adentro y no tenía señal y ahora que estoy afuera, que salí para tener señal y llamar y fumar un cigarrillo no tengo ganas de llamar. Me preocupa no tener ganas, no tener ganas de hacer el esfuerzo aunque sea de tenerlas. Nada es perfecto, me consuelo.

Cuando llamó ayer por la tarde me dio los últimos datos que necesitaba aunque eran pocos. Algunos antecedentes intrascendentes, señas particulares que podrían caberle a, por lo menos, dos o tres millones de personas, no mucho más. O sea, eso y estar en cero era casi igual, casi igual que estar con cigarrillos y no tener fósforos. Quedé en que lo llamaba para pasarle mis honorarios, para cerrar el trato y comenzar pero la llamada se me demoraba en los dedos porque la decisión era no aceptar la propuesta y hacerlo de la manera en que se rechazan las cosas de manera elegante: poniendo una cifra ridículamente alta. Marco el número que había aprendido de memoria y me atiende casi de inmediato. Intercambio de siseos y los números. Muy bien, me dice, empezá ya mismo y cuelga.

Concha de tu madre. La concha de tu madre digo, grito, se da vuelta una mina que pasa por la calle enfundada en un tapado largo y descosido. No tengo ganas de hacer nada y este reverendo concha de su madre me dice que si a una cifra que es para decir que no, y yo tengo que empezar algo que no quiero, algo que no tengo ganas de hacer pero que no puedo rechazar.

Suena el teléfono y leo el mensaje de texto: Pagá o te degüello. Me subo el cuello del saco, meto las manos en los bolsillos y empiezo a caminar. Un tipo me para y me pide fuego.

Concha de tu madre.

jueves, 18 de septiembre de 2008

01

Escondido en los repliegues inconscientes de mi inconstancia natural, me muevo imperceptiblemente.
Me adapto a la contingencia, al avatar insípido de mi congestión. Soy porque no tengo otro remedio que ser. Avanzo con pie de plomo, con la cautela que me propone el miedo. Mi piel plástica me impermeabiliza contra el drama torrencial. Transpiro para adentro, me encarno, me arrepollo, me envuelvo en posición fetal. Y espero, como siempre lo hago: atento, dispuesto a probar la cobardía que arrastro como una cola muerta.
Hay algo del afuera que me convoca. Un polo opuesto que me atrae. Preparo meticulosamente las causas de mi muerte. Los palpitos subcutáneos desbordan mis arterias. Mi corazón bombea la sangre que debo. No soy dueño de nada. Me urge ir al muere. Debo acostar mi cabeza en la pira sacramental. Allá afuera me esperan mis captores. Veo sus ojos de caimán brillar en la noche tensa. Nunca tuve tal sosiego, que el que hoy me penetra. Me ofrezco, no me resisto, ya no tengo necesidad. Estoy desarmado y soy débil. Tan sólo tienen que venirme a buscar. Tendrán que derribar el portón con candado, matar a un perro viejo, abrir esa puerta, y darme lo que merezco.