viernes, 26 de septiembre de 2008

26/9

Tsuke es tintorero, segunda generación. Sus padres llegaron de Osaka a principios de los cincuenta y establecieron una tintorería en el barrio de San Cristóbal, en un local que en los altos tenía una vivienda. En esa casa en el medio de calles surcadas por colectivos fileteados y automóviles peronistas transcurrió su infancia y su adolescencia, esa etapa de su vida en la que además de las frenadas de los vehículos y los olores y los vapores del apresto y de las máquinas de planchar y de lavar, fue bautizado en el barrio como El Chino. De nada valieron mapas y pacientes salmodias sobre el Japón, sus amigos nunca le cambiaron el sobrenombre. Lo que Tsuke siempre agradece es no haber llegado a otro lugar o en otro momento, porque de otra forma hubiera tenido que dedicarse a la floricultura - algo que Tsuke aborrece, odia las flores y las plantas casi tanto como ama las fotografías y las pinturas del Monte Fuji - o conformarse con regentear una casa de revelado de fotografías o un supermercado, todas tareas que realizan los chinos pero que él, casi con seguridad, hubiera terminado haciendo por esa maldita costumbre de los occidentales de indiferenciar a un oriental de otro. Más que lo del supermercado le acongoja pensar el destino triste de los dependientes de las casas de revelado, que ven una tras de otra una sucesión interminables de imágenes de personas que le son ajenas en situaciones igualmente lejanas y generalmente placenteras. Viajes, fiestas, cumpleaños, noviazgos, todos extraños, todos ajenos, todos de otros. La tintorería permitía otro tipo de reminiscencias, mucho más mediatas pero mucho más ricas: los olores de los trajes y de los vestidos le permitían a Tsuke soñar con lugares y situaciones con seguridad apócrifas pero ideales al fin; y el hecho de no ser imágenes impregnadas en fotografías sino ensueños, ilusiones, construcciones etéreas que emanaban de presunciones, de indicios, de suposiciones.
Tsuke continúa en el negocio que heredó de sus padres, Harumi y Sasako, una vez que el primero murió hace ya más de diez años y su madre lo autorizara a seguir planchando camisas y sacos, polleras y corbatas, cortinas e impermeables. El barrio, si, había cambiado pero la tintorería continuaba allí donde había estado desde siempre, un enclave que a esas alturas ya era parte de la geografía cotidiana de los vecinos, la tintorería Osaka, o la tintorería del Chino, como la conocía la mayoría de los que ahora eran sus clientes, sus amigos de la cuadra que como él jamás se habían atrevido a irse del barrio.
Esa mañana, Tsuke repasaba alguna de las instrucciones que su padre le había inculcado desde que comenzó a trabajar en la tintorería: contar los botones y notificar al cliente si falta alguno, así como cualquier anomalía o descosido, mancha o decoloración de la tela, doblar los pantalones respetando la raya del medio como si en ello le fuera la vida, revisar los bolsillos para sacar todo aquello que pudiera malograr el lavado de la prenda, además de reservar aquellas cosas que se encontrasen para entregarlas al cliente junto con el trabajo realizado. En eso estaba Tsuke cuando encontró un papel en el bolsillo del saco de un traje que se aprestaba a lavar. Era un papel amarillo, burdamente arrancado de un anotador, y que estaba escrito con una tinta clarona, casi invisible. Y aunque se resistía a leer el contenido de aquello que encontraba en los bolsillos - otra de las instrucciones heredadas de Harumi - la primer palabra le llamó la atención y no pudo evitar leer las líneas que se repartían sobre un par de renglones:
...morir es el resultado de un proceso, un proceso que puede ser natural o un artificio. No piense que a todos nos esperan muertes naturales sino que es también probable iniciar un camino que lleve a la muerte de manera inexorable...
Tsuke, casi de manera instintiva, buscó en el orillo del bolsillo interior del saco que estaba revisando la copia de la orden de servicio que colocaban a cada prenda que ingresaba a la tintorería. Allí, luego retirarle el alfiler que la sostenía al paño, pudo leer sin mucha dificultad el nombre del cliente: Raffo.

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